domingo, 8 de noviembre de 2009

Cuadernos de viaje: la fontana y el ángel


Desde uno de los puentes del Tíber, un ángel de piedra parece velar por el bienestar de los habitantes de la ciudad eterna. Y uno diría, poniendo literatura al relato, que también de los turistas que previamente han pagado el pequeño impuesto pergeñado expresamente para ellos: una moneda que se arroja de espaldas a las aguas turquesas de la fontana de Trevi. Dejando a un lado al ángel me pregunto, recordando cada una de las veces que he visitado esa fuente: ¿Habrá algún lugar en el mundo en el que sea tan fácil reconocer el cándido espíritu de la condición humana? La cuestión en sí misma podría parecer exagerada. Sin embargo, es cierto que todos somos, en última instancia, el reflejo de nuestras propias ilusiones, y en ese mágico enclave es difícil escaparse a la tentación de soñar que, lanzando una moneda al aire, ese deseo oculto que guardamos dentro puede hacerse realidad.

Muy sobrio ha de ser aquél que, contemplando por primera vez la fuente desde la escalinata de piedra, no sienta algo especial en su interior. Aunque es verdad que, si con anterioridad a ese momento, el visitante introdujo su mano en la "bocca de la veritá", se imaginó la lucha de los gladiadores en el Coliseo, se adentró en las profundidades de las catacumbas, emuló a los emperadores paseando por los foros y por el palatino, se emocionó al descubrir el Panteón de Agripa, se quedó sin habla ante los frescos de la capilla sixtina, se le puso un nudo en la garganta al acercarse a la piedad de Miguel Ángel, y en fin, se le nubló la vista al divisar el horizonte desde lo alto de la cúpula de San Pedro, es muy posible que la fontana de Trevi le parezca un bonito lugar en el que estirar las piernas y tomarse un trozo de pizza.

Y ya, volviendo al ángel, una pequeña reflexión: la próxima vez que vaya a Roma, además de lanzar a la fontana de Trevi la moneda de rigor, deseando que algún sueño perezoso se convierta en realidad, me dirigiré a las cercanías del Castillo de Sant Angelo para contemplar otra vez esa figura de piedra que parece custodiar el bienestar de los habitantes de la ciudad. Su mirada solemne, desafiante al tiempo, es, sin más, una invitación a hacer lo que pocos hacen por allí: pasear tranquilamente por las calles y recovecos de la ciudad ajeno al ruido de los coches y al trasiego de la multitud.

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