martes, 19 de octubre de 2010

La vidriera (mística)


Tres elementos para comprender una imagen de singular belleza: la luz procedente del sol, la vidriera de una iglesia medieval, y los reflejos de colores que se observan por el paso de la luz a través del cristal. Estoy en una fase mística, no tengo remedio.

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En el fondo, no hay una gran diferencia entre el ateo, el creyente y el agnóstico cuando los tres se dedican a pensar en Dios (o en la idea de Dios). Aunque en apariencia el resultado de sus cavilaciones puede parecer contrapuesto, el hecho que les une es más relevante que sus divergencias: los tres se plantean en definitiva la naturaleza de un ser absoluto que influye, de algún modo, en la vida de los hombres.

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Al hilo de esta reflexión, me acuerdo en estos momentos de San Agustín, de Spinoza y de Schopenhauer. Cada cual de su padre y de su madre, valga la expresión. Tres maneras de comprender el mundo diferentes, de entender la divinidad. Cada uno en su tiempo, en su "circunstancia". Los tres son la esencia de Europa, buscan la verdad a través del legado de los griegos. Tras el encuentro con la genuina soledad, nos hablaron del amor, de la libertad y de la voluntad.

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¿De qué estoy hablando? No estoy muy seguro, vaya por delante. Mi propuesta es ésta, aunque presiento que la imagen dará para mucho más. La luz es la razón, la inteligencia, la intuición, eso que los creyentes llaman la "gracia". La vidriera es lo que somos, nuestro tiempo, un precipitado de conciencia, voluntad y subjetividad. Por fin, los reflejos de colores son nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestras obras.

A todo esto se me ocurre que la belleza no es (no puede ser) producto del azar.

domingo, 17 de octubre de 2010

Contemplando el mar


Para contemplar el mar, basta cerrar los ojos. Mal asunto si a estas alturas el hombre no ha comprendido que su vida está hecha en su mayor parte de ficción y buenos deseos. El único problema real a menudo es evitar que las avispas se coman el filete con patatas de la comida. Los otros problemas, los insignificantes, los puede resolver el dinero. Si el Estado pudiera garantizar la justicia en las relaciones sociales, entonces haría bien el hombre en preocuparse de las cosas insignificantes. El tiempo es demasiado preciado como para perderlo en esas cosas. Pero claro, hay que ganarse la vida, hacer lo necesario para acumular el vil metal. A ello me consagraré en los próximos tiempos, ya que no tengo ganas de entrar en el lodazal en el que algunos viven por costumbre. Si me equivoco otra vez, supongo que pagaré por ello. Mi gran consuelo es saber que el dinero hace muy pobre a determinada gente.