jueves, 30 de septiembre de 2010

El tiempo amarillo


Aguarda Azorín a la vuelta de la esquina, metafóricamente hablando. Intuyo que haré buenas migas con este literato y pequeño filósofo de la generación del 98, esa generación de escritores nacida antes del azar de la historia que de la relación personal de sus integrantes. El mismo Baroja, gran amigo de Azorín, negaba la existencia de dicha generación. Vivieron una época interesante, antes de que las guerras mundiales acabaran con la hegemonía de Europa en el globo. Una época sin televisión y sin coches, pero con las mismas preocupaciones vitales de siempre.

Quisiera aprovechar el otoño para leer las obras más conocidas de Azorín. Este verano leí una novela suya, titulada "El escritor", que narra la relación existente entre un escritor consagrado y uno que está comenzando a disfrutar del éxito. No desvelo gran cosa si digo que lo que al comienzo de la novela es una relación de desconfianza, de celos y envidias, al final se transforma en una de respeto y admiración, de cálida amistad. Tampoco recuerdo de este libro mucho más, salvo que acabó un poco a la manera barojiana, por cansancio o desmotivación del propio novelista.

Es difícil separar el recuerdo de Baroja del de Azorín, del mismo modo que es casi imposible que la mención de Nietzsche no nos haga recordar su intensa y breve amistad con Richard Wagner. Ahora bien, si se trata de evocar amistades profundas y emotivas, hay que volver a Montaigne una vez más. Basta leer los bellos pasajes que le dedica el noble francés a su entrañable amigo De la Boétie en el capítulo XXVII de sus ensayos para comprender lo que digo. Literatura, amistad y Europa, tres ejes sobre los que parecen asentarse algunas de las reflexiones de este blog. Un cuarto eje sería el tiempo, la explanada de Chinchero -en el lejano Perú de incas y conquistadores- como metáfora de un territorio al que sólo se puede volver con la imaginación.

martes, 21 de septiembre de 2010

El templo de los castores


De aquel templo erigido hace 2500 años en honor a los gemelos mitológicos sobreviven tres columnas. El visitante que pasea por el foro romano se da cuenta de la belleza de las ruinas y saca unas cuantas fotografías. Es placentero caminar entre esas piedras erosionadas por el tiempo y no sentir el agobio de la multitud. Del corazón de una civilización queda una vía lo suficientemente grande como para permitir caminar al turista con más tranquilidad que fuera de las ruinas. A pocos metros de ahí, se abre una inmensa explanada sin apenas restos arqueológicos: es el circo máximo, lugar donde tenían lugar las famosas carreras de cuádrigas y que hoy sirve de punto de entrenamiento de corredores de fondo de toda la ciudad. En ausencia de vestigios palpables de la época antigua, pocos turistas se acercan por allí, pese a tratarse de uno de los enclaves más evocadores de Roma. Pero claro, en la antigua capital del mundo hay tantas cosas visibles que no hace falta imaginación para ocupar el itinerario de los visitantes. Lo que daría yo en cambio por poder correr todas las tardes, al salir del trabajo, por la pista de arena que en mi imaginación representa la victoria de Ben-Hur sobre Messala. Esta es la realidad: la ficción que construimos cada día a través de los lugares que recorremos y las personas con las que nos relacionamos. Sin literatura, sin filosofía, sin eso que llaman "poesía", corremos el riesgo de quedar atrapados en los circuitos colectivos que imaginaron otros. La actualidad objetiva nos obliga a vivir perennemente de frente al coliseo, con el arco de constantino a la derecha y un puesto de comida rápida a la izquierda. Por desgracia, la belleza y el ruido son incompatibles.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Tiempo y vacío


Todos nos preguntamos de vez en cuando acerca de la existencia de Dios. Este esfuerzo aparentemente inútil no suele ser por lo general estéril, ya que nos permite hacernos cuestiones cruciales para nuestra humilde felicidad, del tipo ¿quién soy? ¿qué hago aquí? ¿qué es lo que quiero ser? El debate acerca de la naturaleza de Dios es, en el fondo, un debate acerca de la naturaleza del hombre. Si uno quiere saber si existe Dios, y en caso afirmativo, de qué se trata el asunto, que se mire al interior, que explore su corazón en tinieblas. Buscar a Dios en los quasars, en la materia oscura, en las leyes gravitatorias, es sin duda una actividad fascinante, pero está reservado a unos pocos científicos, que encima no se ponen de acuerdo entre sí. A mí, particularmente, la idea de Dios no me molesta, pero la considero incompatible con mi propia razón. ¿Cómo un ser finito, un ser hecho de tiempo, agua y huesos, puede comprender la mano que está detrás de la maravillosa obra del universo? Creer en Dios me parece tan tranquilizador como no tener creencia alguna. Detrás de la duda siempre habita la angustia, la percepción de la nada, la certeza de saber que vivimos caminando sobre un alambre sujeto en el vacío.