sábado, 18 de diciembre de 2010

La extraña gruta


Cuando Salomé le pidió a Herodes la cabeza del Bautista como recompensa a su sensual forma de bailar, aquél debió de pensar: ¡En qué lío me he metido por culpa de esta fulana! Pero lejos de decirle que todo tiene un límite, accedió a acabar con la vida de San Juan para respetar su imprudente promesa y de esta forma satisfacer el cruel deseo de la princesa.

¡Cuidado con el deseo! - vienen a decir prácticamente todas las religiones, ya conciban el mundo como la creación de un Dios más o menos misericordioso (el cristianismo y el resto de religiones monoteistas) o busquen en la resignación y la renuncia el camino para la felicidad (religiones orientales). Aquí el caso es privar al hombre de lo que más quiere, que es precisamente satisfacer sus deseos.

A mi juicio, ninguna religión ofrece una respuesta satisfactoria a este problema. ¿Para qué quiero ser santo si me tengo que aburrir como una ostra? La solución no es negar el poder ni la necesidad del deseo, sino tratar de comprender sus mecanismos para no vivir como un esclavo y a merced de sus caprichos. Al deseo hay que educarlo e instruirlo como si fuera un niño cualquiera, ni hay que decirle que sí a todas horas para que no dé la lata ni castigarle sin medida para que aprenda modales.

Bastaría con hacer caso a las consignas de Epicuro para mejorar nuestra sociedad en este aspecto. El sabio griego propugnaba el disfrute de los placeres con inteligencia y moderación: un paseo matinal junto al mar, un poco de pan con queso para calmar el hambre, charlar con los amigos durante la comida, recordar los días de sol del verano antes de entregarse a una plácida siesta. Se trata en definitiva de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. El que se deja arrastrar por los delirios del deseo, como hizo Herodes al contemplar la danza de la sensual Salomé, se adentra en una oscura gruta de la que difícilmente podrá salir.

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