miércoles, 28 de septiembre de 2011

De repente, Vermeer


No había casi nadie en la sala, se ve que Dan Brown nunca pasó por allí. Me sorprendieron dos minúsculos cuadros junto a la puerta, uno en cada lado de la pared. Enseguida me di cuenta del autor: el pintor olvidado más famoso de todos los tiempos. Supongo que cada momento histórico tiene sus genios, maestros de humildad sin talento para el merchandising. Uno de ellos es Vermeer, autor de pequeñas joyas de luz y color. Me gusta mucho Vermeer, pero hay algo que se me escapa de su mirada. Antes de pintar, el pintor ha de mirar, y el que se acerca al lienzo acabado debe tratar sobre todo de comprender la mirada del pintor. A lo que iba: de repente, en esa sala medio vacía del Louvre, me topo con dos lienzos de tamaño reducido, a primera vista insignificantes: una chica haciendo labores de costura, un hombre ligeramente inclinado con un globo terráqueo al fondo. Acostumbrado a las copias del pintor en tamaño grande, lo que más sorprende de los cuadros al natural es el tamaño. La belleza es simetría y proporción, pero también sorpresa. Después de maravillarme ante los vestigios de la época de Asurbanipal y de contemplar las enormes dependencias de Napoleón III, no podía pensar que mi viaje a París quedara marcado por unos trozos de tela no más grandes que la pantalla de mi ordenador.

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