domingo, 5 de septiembre de 2010

Tiempo y vacío


Todos nos preguntamos de vez en cuando acerca de la existencia de Dios. Este esfuerzo aparentemente inútil no suele ser por lo general estéril, ya que nos permite hacernos cuestiones cruciales para nuestra humilde felicidad, del tipo ¿quién soy? ¿qué hago aquí? ¿qué es lo que quiero ser? El debate acerca de la naturaleza de Dios es, en el fondo, un debate acerca de la naturaleza del hombre. Si uno quiere saber si existe Dios, y en caso afirmativo, de qué se trata el asunto, que se mire al interior, que explore su corazón en tinieblas. Buscar a Dios en los quasars, en la materia oscura, en las leyes gravitatorias, es sin duda una actividad fascinante, pero está reservado a unos pocos científicos, que encima no se ponen de acuerdo entre sí. A mí, particularmente, la idea de Dios no me molesta, pero la considero incompatible con mi propia razón. ¿Cómo un ser finito, un ser hecho de tiempo, agua y huesos, puede comprender la mano que está detrás de la maravillosa obra del universo? Creer en Dios me parece tan tranquilizador como no tener creencia alguna. Detrás de la duda siempre habita la angustia, la percepción de la nada, la certeza de saber que vivimos caminando sobre un alambre sujeto en el vacío.

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