martes, 21 de septiembre de 2010

El templo de los castores


De aquel templo erigido hace 2500 años en honor a los gemelos mitológicos sobreviven tres columnas. El visitante que pasea por el foro romano se da cuenta de la belleza de las ruinas y saca unas cuantas fotografías. Es placentero caminar entre esas piedras erosionadas por el tiempo y no sentir el agobio de la multitud. Del corazón de una civilización queda una vía lo suficientemente grande como para permitir caminar al turista con más tranquilidad que fuera de las ruinas. A pocos metros de ahí, se abre una inmensa explanada sin apenas restos arqueológicos: es el circo máximo, lugar donde tenían lugar las famosas carreras de cuádrigas y que hoy sirve de punto de entrenamiento de corredores de fondo de toda la ciudad. En ausencia de vestigios palpables de la época antigua, pocos turistas se acercan por allí, pese a tratarse de uno de los enclaves más evocadores de Roma. Pero claro, en la antigua capital del mundo hay tantas cosas visibles que no hace falta imaginación para ocupar el itinerario de los visitantes. Lo que daría yo en cambio por poder correr todas las tardes, al salir del trabajo, por la pista de arena que en mi imaginación representa la victoria de Ben-Hur sobre Messala. Esta es la realidad: la ficción que construimos cada día a través de los lugares que recorremos y las personas con las que nos relacionamos. Sin literatura, sin filosofía, sin eso que llaman "poesía", corremos el riesgo de quedar atrapados en los circuitos colectivos que imaginaron otros. La actualidad objetiva nos obliga a vivir perennemente de frente al coliseo, con el arco de constantino a la derecha y un puesto de comida rápida a la izquierda. Por desgracia, la belleza y el ruido son incompatibles.

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